Casas Hacienda de Chacabuco: Lugar donde Carrera recluyó y casi es asesinado el Obispo de Santiago

Las casas patronales y la capilla de la hacienda Chacabuco son monumento histórico desde 1985, su historia se remonta a 1599, cuando el Gobernador Pedro Vizcarra entregó estas tierras a don Pedro de la Barrera, quien al morir las heredó a don Antonio Martínez Vergara. En 1696, los terrenos fueron donados por Martínez a la Orden Jesuita que los administró hasta la expulsión de estos sacerdotes en 1767. El terremoto de 1730 destruyó la casa patronal y la primera capilla de la hacienda.

Se ha dado en destacar solamente el hecho que sirvió de refugio a las tropas del Ejército de los Andes que invadió Chile en 1817 guiados por San Martin y O’Higgins, Sin embargo, es muy poco conocida la historia de la época de la llamada patria vieja, en que la relación del clero con la revolución emancipadora era bastante compleja, puesto que hubo algunos de sus miembros que habían tomado partido por la revolución, la mayoría de estos eran clérigos que habían tomados sus hábitos en forma tardía y luego de desarrollar otras actividades económicas. En cambio, los sacerdotes que gozaban de mayor fama por su erudición y dedicación al que hacer de la iglesia y la evangelización, estaban claramente en contra de los nuevos sucesos políticos. Esto se puede apreciar nítidamente en el libro “El Clero Chileno Durante la Guerra de la Independencia” de Carlos Silva Cotapos, 1911.

De este modo, desde 1811 la relación fue haciéndose más compleja con las nuevas autoridades, hasta que José Miguel Carrera determina tomar detenido al Obispo electo de Santiago, don José Rodríguez Zorrilla y llevado a unas casonas ubicadas en el camino a Mendoza a 10 leguas de la capital, precisamente las casas de la hacienda Chacabuco.

En estas circunstancias el obispo Rodriguez Zorrilla fue sometido a no muy buenos tratos y lo que llamaríamos hoy día tortura sicológica, pues era amenazado constantemente de ser llevado en marcha forzada Mendoza, en el mejor de los casos, o bien, con ser asesinado por sus celadores. Esto era reiterado cuando ya se avizoraba que las fuerzas del Real Ejército de Chile compuestas por tropas de Chiloé, Valdivia y Talcahuano, y encabezadas por Mariano Osorio venían acercándose a la capital a restaurar el gobierno legítimo en el reino.

Los avatares del obispo son relatados en carta al Virrey del Perú en que le agradece que el triunfo de Rancagua haya significado su liberación y por fin poder tomar el mando de la diócesis de Santiago. Del mismo, modo el ayuntamiento de la capital hace agradece al virrey el haber salvado el reino de las penurias y atropellos vividos a manos de los revolucionarios.

A continuación, reproducimos la misiva del Obispo Rodriguez al Virrey:

Obispo Rodriguez Z.

Excmo. Señor:

Muy venerado señor, y todo mi respeto: llegó por fin el día señalado por la Divina Providencia, para la plena efusión de las misericordias del Señor sobre este desgraciado reino, y su afligida capital, a la que se dirigió con la rapidez del rayo a los pocos días de haber desembarcado en Talcahuano el señor coronel don Mariano Osorio, destinado últimamente por el inapurable celo de V. E. para general en jefe del ejército que debía venir a redimirnos del odioso yugo que nos ha oprimido por tanto tiempo. Después de repetidas intimaciones llenas de humanidad, que hizo infructuosas la obcecación y protervia de los pérfidos insurgentes, cayó sobre ellos en la villa de Rancagua, en donde habían reunidos sus indisciplinadas tropas para hacer los últimos esfuerzos de su impotente despecho, escarmentado con una completa derrota cuyo resultado fue la absoluta dispersión de los pocos que no tuvieron la suerte de quedar prisioneros o tendidos en las calles de Rancagua, y la inevitable de aquel pueblo. Desde aquel momento los infames caudillos de la rebelión no trataron sino de ponerse en salvo con precipitada fuga, seguidos de la execración de sus compatriotas, acompañados de su rabiosa desesperación, agobiados con el monte de ignominia que carga sobre sus hombres, y aterrados con sus remordimientos, y el destino horrible que se les espera.

Conseguido este triunfo se encaminó el señor general en jefe con sus victoriosas armas a esta capital para evitar su devastación a que la habían condenado los tiranos usurpadores de su gobierno: esos monstruos sin alma y sin conciencia, que no se han negado a ningún delito, y en sus últimos apuros cometieron el sacrilegio execrable de despojar los templos de sus alhajas, y cuanto conducía a la solemnidad del culto. De la catedral sólo se robaron más de dos mil marcos de plata, en las demás iglesias sólo dejaron lo preciso para la celebración de los oficios divinos; habiendo cometido otros horrores y crueldades que me impide referir la consternación de mi ánimo afligido. El señor general en jefe con una actividad que asombra, no omite diligencia para perseguir a los infames traidores, y ver si se puede recuperar los frutos de sus robos y rapiñas.

En medio de los inmensos cuidados que ocupan su atención, yo le merecí la de que a las pocas horas de haber entrado en esta capital remitiese una escolta de doscientos hombres para seguridad de mi persona, nuevamente confinada desde el día en que hizo la primera intimación a un lugar distante diez leguas de esta ciudad, situado en la ruta del camino de Mendoza, por donde meditaban fugar en caso de una derrota; con el depravado designio de asesinarme, según se me anunciaba por las personas interesadas en mi conservación, o el de hacerme pasar violentamente la cordillera, como ya otras veces lo habían intentado, cuyos inicuos proyectos se frustraron por las medidas y precauciones que tomó el señor general en jefe para evitar mi última ruina, habiéndome hecho conducir a esta capital con decoro, y dado sus providencias para que se me ponga en posesión del gobierno del obispado en cumplimiento de las soberanas órdenes de S. M. lo que se verificará el día de mañana.

El de hoy acaba de hacer avisar al señor general que esta noche salen los últimos despachos para que dé inmediatamente vela para el Callao uno de los buques detenidos en Valparaíso, no malogro esta primera ocasión que se presenta, para cumplir con la obligación de rendir a V. E. mis respetos y tributarle la más cordial felicitación por los triunfos de sus armas victoriosas, que enlazan las glorias de V. E. con los imponderables beneficios de nuestra libertad, a incomparable dicha de ver restituido este reino, oprimido con la más negra tiranía, a la amable dominación de nuestro desgraciado monarca el señor don Fernando VII.

Poseídos de las ideas que ofrecen sucesos tan felices, no ceso de tributar al cielo las más tiernas acciones de gracias por sus misericordias, y pedirle que con sus bendiciones cubra y proteja las empresas de V. E. para consuelo de nuestras desgracias, y que guarde la preciosa vida de V. E. muchos años. Santiago de Chile, 12 de octubre de 1814.

Excmo. Señor.- B. L. M., de V. E. su más reverente atento servidor afectuoso capellán.

José Santiago, Obispo electo de Santiago.

Excmo. Señor, marqués de la Concordia.

Fuentes:

  1. El Ilustrísimo señor Obispo electo de Santiago al Excelentísimo señor Virrey
  2. El clero durante la guerra de Independencia.