Autor: Carlos Sepúlveda, Talca.
“Por su desequilibrio de fuerzas y por su desenlace, Tucapel sólo acepta ser comparada con las Termópilas y La Concepción”. Enrique Bunster
La vida del Gobernador cambiará. Ha cumplido muchas de sus metas, pero sus afanes de gloria no cesan: expandir el Reyno hasta Magallanes, he ahí su gran anhelo. Su esposa, Doña Marina Ortiz de Gaete, se encuentra viajando desde el Atlántico para arribar al Nuevo Mundo. El Hidalgo sabe que es tiempo de fecundar su prole, y así sellar con su sangre la obra civilizatoria que ha desarrollado en la Terra del Austro, en aquellos indómitos parajes que ya siente como propios.
Llegan noticias inesperadas. Alonso Corona, jefe de la guarnición de Purén, advierte sobre un inminente levantamiento de los indios, y pronto los chasquis informan que Tucapel ha sido destruido. Curtido en tantas batallas, cual Quijote el Padre de Chile no se amedrenta. Juzga pacificado el Arauco, y cree que enfrenta una asonada local. Envía una nota a Juan Gómez de Almagro para que se le reúna en Tucapel el día de navidad con algún contingente de caballería, y parte a la lid con poco más de cincuenta cristianos y dos mil indios amigos. La providencia siempre le ha socorrido: ¿por qué dudar esta vez?
Las selvas se aprecian deshabitadas, y comienza a temerse una rebelión general. El gobernador no muestra temor, ya que su tropa, compuesta por muchos jóvenes –un sobrino del mismo nombre inclusive-, se muestra ansiosa por el combate. Envía cuatro exploradores, ninguno retorna. Los malos presagios se tornan certezas cuando un indio amigo que los acompañaba, retorna despavorido, y pronto aparecen ante sus ojos, los restos ensangrentados de sus camaradas, esparcidos entre árboles y estacas. La ira se apoderó de cada uno de sus hombres. Como orgullosos hijos de la Nación más poderosa de la Tierra, el diminuto escuadrón de Tercios avanzó decidido a vengar a sus desventurados compañeros de armas.
Un indio amigo aparece, y le señala a Valdivia que son veinte mil los indios que le esperan. El Hidalgo titubea, pero declara a su hueste: “Caballeros, ¿Qué dudamos? ¿Sin ver los enemigos nos turbamos?” Y el día en que nació el Niño Dios, aparecen frente a las humeantes ruinas del Fuerte de Tucapel. Pronto tiembla la tierra, se escuchan los estruendosos chivateos y se dejan caer las primeras flechas de los indómitos bárbaros. Agustinillo, el fiel yanacona que le ha seguido desde el Perú, se hinca a sus pies y le implora: “¡Señor, acuérdate de la noche que peleaste en Andalién!”. Pero el Fundador de la Patria Chilena, ya ha decidido morir en ella. Pregunta a sus hombres: “Caballeros, ¿Qué haremos?”; “¿Qué quiere Vuestra Señoría que hagamos, sino que peleemos y muramos?” responde el Capitán Altamirano.
Revientan los arcabuces, y las picas y espadas no cesan de esparcir la muerte. Con acero y corazón, los españoles dispersan a los indios, pero cuando creen la victoria segura, se oye una voz y estos se retiran, siendo reemplazados por otro escuadrón, impidiendo a las tropas de Valdivia el descanso. No sólo han incorporado tácticas, los indios también portan nuevas armas: macanas o garrotes, boleadoras, picas de siete metros y lazos para desmontar jinetes. “¡Santiago y Cierra España!” se escucha una y otra vez; carga la hueste, y cuando los indígenas parecen derrotas, una y otra vez aparecen los nuevos escuadrones, agotando a las tropas de Castilla. Mientras tanto, el Gobernador oye una voz familiar… es su caballerizo, Lautaro, que hace días había desaparecido del campamento, y ahora lidera a los araucanos, traición que conmueve al Hidalgo, pero que en el fondo, comprende plenamente.
Se acerca la noche. Agobiados por el hambre, extenuados hasta el extremo, heridos y al borde del colapso, los soldados del Rey comprenden que no llegaran los refuerzos de Juan Gómez de Almagro, e intentan la retirada, pero ya están cercados. Caen junto a ellos los indios amigos, combatiendo hasta el final, regando con su sangre la tierra, en señal de esa alianza entre indígenas y españoles, de la cual surgirá la estirpe chilena. El Padre Pozo absuelve a Valdivia de sus pecados, y ambos esperan el fin. Espada en mano, mirando al cielo y resignado, recuerda el lema de su casa, al que ha sido fiel toda su vida:
“La muerte menos temida, da más vida”.
“Su cuerpo, despedazado, repartido por los campos de Arauco, no tendría los “siete pies de tierra” que él le había pedido al Rey para su tumba; pero, pese al trastorno que hería su reina en esta hora de tempestad, “los hombres de Chile” (nombre que daban en el Perú a los conquistadores de la provincia de Nueva Extremadura) sentían que Valdivia había hecho nacer un pueblo con caracteres propios, a su “imagen y semejanza”, con sus cualidades y sus defectos, que alentaba vivo, luchando por su permanencia”. María Correa Morandé.