Puerto de Hambre: triste final de intento poblamiento de Rey Don Felipe en el estrecho de Magallanes

El 25 de Marzo de 1584 don Pedro Sarmiento de Gamboa toma de posesión del Estrecho de Madre de Dios y funda Rey Don Felipe tristemente conocido como Puerto de Hambre, 56 km al sur de la actual ciudad de Punta Arenas. En 1584, Sarmiento fundó dos ciudades, Nombre de Jesús y Rey Don Felipe, en honor del soberano, pero ambas corrieron una fatal suerte, pues el carácter inhóspito del lugar y la inexistencia en él de tierras aptas para la agricultura provocaron la muerte por inanición de la mayoría de los colonos.

A continuación se publica un extracto del artículo de Jesús Veiga Alonso en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes sobre esta desdichada expedición de Don Pedro Sarmiento de Gamboa:

Preciso es hacer notar que Pedro Sarmiento de Gamboa, buscando la entrada desde el Mar del Sur (Pacífico), la que encontró y fue el primero que atravesó el Estrecho hasta el Mar del Norte (Atlántico), dio y cambió nombres a los lugares y puntos que iba reconociendo. (Primer viaje al Estrecho desde el Perú a España, 11 de octubre de 1579 a 17 de agosto de 1580).

La fatalidad será el hada madrina que acompañará al ilustre navegante en esta última etapa de su vida y lo que pudo ser y debió ser una obra grandiosa, fue en cambio una enorme tragedia, con todo su cortejo de hambre, miseria, desolación y muerte.

A 27 de septiembre de 1581, saliendo de la barra de San Lúcar de Barrameda, izó velas la armada preparada para esta jornada rumbo al Estrecho de Magallanes. Era general de ella, Diego Flores de Valdés, quien venía de muy mala gana y entorpeció lo más que pudo el desarrollo de la expedición. Pedro Sarmiento de Gamboa, aunque con cierto mando debido a su experiencia y grandes conocimientos de la navegación, tenía el título de Gobernador y Capitán General del Estrecho. A los pocos días de viaje, un fuerte temporal hizo grandes estragos que ocasionaron la destrucción de algunas naves y muchas pérdidas de vidas y pertrechos, lo cual obligó a la expedición a regresar al punto de partida. Sarmiento se había opuesto a esta salida, recomendando esperar el cambio de luna porque podía ocurrir lo que ocurrió.

Reparados los daños y reabastecida la armada y después de vencer Sarmiento todos los inconvenientes y contratiempos imaginables, incluso el tener que alquilar un barco por su cuenta para alcanzar al General, que se hizo a la vela sin esperarlo, emprendieron nuevamente la derrota el 9 de diciembre de 1581, y después de un viaje accidentado y una invernada larguísima en Río de Janeiro, recién el 2 de noviembre de 1582 dejaron este puerto y entraron por la boca del Estrecho hasta tres leguas adentro, el 17 febrero de 1583, pero los vientos contrarios no permitieron tomar tierra y obligaron a las naves a salir al mar abierto. A pesar de las insistencias y protestas del Gobernador, de volver a entrar aprovechando una bonanza, el General no quiso saber nada más y ordenó volverse, pues, sus deseos eran de arribar cuanto antes a España, entrando nuevamente a Río de Janeiro el 9 de mayo de 1583.

Otra larga invernada, reparación de las naves, reabastecerlas, etc. El General se volvió a España dejando sólo tres navíos, uno de ellos medio deshecho, y dos fragatas a cargo del almirante Diego de la Rivera, y a Pedro Sarmiento «con determinación de morir o hacer a lo que vino o no volver a España ni a donde lo viesen gentes jamás».

Puede imaginarse el lector la de robos, deserciones, asesinatos, conatos de sublevaciones, enfermedades y muertes, amén de los naufragios, ocurridos durante este largo y penoso viaje y los afanes y angustias de Sarmiento, que todo lo quería arreglar y remediar para bien de su Rey y gloria de España, recibiendo en cambio oposiciones y contrariedades sin fin.

El 11 de diciembre de 1583 zarpó la reducida flota de Río de Janeiro y con buenos y malos tiempos llegó al Estrecho el 1.º de febrero de 1584. Entró el día 2 y, estando ya entre las dos angosturas, tuvo que volver a salir. El 4 de febrero, con un viento favorable, entraron sus naves nuevamente y ¡por fin! pudieron desembarcar sus tripulantes al abrigo del Cabo de la Virgen María («El Cabo de las Once Mil Vírgenes, que yo nombré de la Virgen María»). En un batel, acompañado del capitán Gregorio de las Alas, almirante, el Piloto Mayor, Antón Pablos y diez hombres, Sarmiento, portando una cruz grande, espada y rodela, fue a tierra y subiendo a lo más alto de la playa, donde se descubría una llanada muy pareja, tomó posesión de las tierras de que era Gobernador, con las siguientes palabras:

«Yo, Pedro Sarmiento de Gamboa, Gobernador y Capitán General de este Estrecho de la Madre de Dios, antes llamado de Magallanes, y de las poblaciones que en él se han de hacer y de las provincias sus comarcanas, por Su Majestad, a gloria y honra de Nuestro Señor Jesucristo, Dios y Hombre verdadero, y de la gloriosísima Reina de los Ángeles, siempre Virgen Sancta María, abogada y señora nuestra, madre suya, tomo y aprehendo actualmente, y con efecto, posesión pacíficamente y sin contradicción alguna, de esta tierra, a la cual nombro el asiento de la Purificación de nuestra Señora, y de todas las demás tierras comarcanas y con ellas continuas y condignas, y de todo este dicho Estrecho por mí de nuevo nombrado de la Madre de Dios, antes llamado de Magallanes, como digo, desde la boca y archipiélago del Mar del Sur hasta esta boca que sale a la Mar del Norte, que ambos a dos y cada una dellas están en cincuenta y dos grados y medio, y de todas las islas, puertos, bahías, ríos, puntas, cabos, promontorios y costas y poblaciones dél, y de los montes y valles, llanos, altos y bajos, mediterráneos, a una banda y a otra de las tierras del sur y norte, hasta los límites y confines donde hasta hoy no está poblado actualmente por otro capitán alguno por mandato de Su Majestad, y del mar océano, y mediterráneos a las dichas tierras adyacentes y con términos, añadiendo fuerza a fuerza y posesión a posesión de los que los años pasados yo asimesmo tomo en este dicho Estrecho. La cual posesión tomo y apelando en nombre del muy alto y muy poderoso y católico señor Don Felipe, gran Rey de España y sus anexos, y de su real corona de Castilla y León, como cosa suya propia que es, y para él y sus herederos y sucesores. Y en señal de posesión plantó esta Cruz, y dello sean testigos para en guarda del derecho de Su Majestad».

Fue plantada la cruz, se cantó el Te Deum laudamus y el Vexilla Regis Prodeunt y sacando la espada de la vaina, cortó hierbas y ramos y mudó piedras, según era el ritual. Quedaba así tomada la posesión de su territorio y no quiso volver a bordo. Su tan acariciado sueño era una grata realidad, pero su hada madrina estaba a su lado.

Se comenzó el desembarco de parte de la gente -un poco más de 200 personas- y pertrechos. Velas, paños, y tiendas se utilizaron para armar los toldos a fin de cobijarse y guardar las vituallas, armamentos y demás materiales. Los bateles que llegaban a la playa, eran varados y sacados a tierra para descargarlos, pero la costa era brava y la mar de la playa se embraveció tanto que los bateles zozobraban y se hacían pedazos, perdiéndose muchas cosas de las que ya venían escasos y en sus esfuerzos por salvar lo más que se podía, la gente se metía en el agua, a veces hasta la boca.

En varias ocasiones, por los fuertes temporales y tormentas, se cortaron las amarras y las naves salieron mar afuera y otras tantas, aprovechando bonanzas, volvieron a entrar al mismo surgidero y, en vista de ello, se llegó a un acuerdo entre Pedro Sarmiento y Diego de la Rivera que, para abreviar, se varara en una pleamar la nave Trinidad, cargada como estaba, a objeto de poderla descargar y aprovechar los basamentos y municiones, su clavazón y maderas. También se había concertado que la nave Santa María de Castro quedara, completamente equipada, para el servicio en el Estrecho.

Durante estos días, con los pocos alimentos desembarcados y para alargar las escasas raciones (más adelante tuvieron que hacer lo mismo con más necesidad) se alimentaban con «unas raíces dulces y sabrosas como chirivías que podían servir de pan asadas y cocidas y hallamos tanta cantidad de uvas negras de espinos (calafates) sabrosas y de sustento que a grandes sacos las traían y comían» y con mejillones que hallaron en un estero del mar «con que la gente se sustentaba sin echar menos la falta de ración, porque era muy poca la que se daba, sólo para entretener lo que se hallaba de raíces y mariscos».

Con gran coraje iniciaron la construcción de la ciudad y los labradores y hortelanos rompieron la tierra para depositar en ella las semillas que, promisoriamente, germinarían y sus frutos les darían el necesario alimento.

Llenos de fe quedaron en las tierras del Estrecho, que serían su tumba, 337 personas, excluyendo a Sarmiento, entre las que había: los franciscanos Fray Jerónimo de Montoya y Fray Antonio Rodríguez, 58 pobladores, 13 mujeres, 10 niños y niñas, 22 de oficios varios y el resto soldados y marineros.

Pasaron 3 largos años, de frio, enfermedades y de cosechas que no daban frutos en esos helados parajes y Desesperados por la falta de alimentos y perdidas las esperanzas de recibir auxilio del exterior, los habitantes de la población del Nombre de Jesús se pusieron en marcha en demanda de la del Rey don Felipe, a la cual llegaron a mediados de agosto, pero, con ello, el problema se agudizó. Viendo Andrés de Biedma (a quien Sarmiento había dejado de Jefe) que no había comida suficiente para sustentar a tanta gente, acordó enviar al capitán Pedro Íñiguez, con 200 soldados, a la primera población, con orden de que fuesen mariscando y manteniéndose como pudiesen y, si embocaba en el Estrecho algún navío que les prestara socorro, le informaran de la gente que quedaba en la ciudad del puerto de San Blas.

Pasó un invierno y todo un verano y el ansiado socorro no llegaba y la gente seguía muriendo de consunción. Al entrar otro invierno, hicieron dos barcas y en ellas se embarcó el resto que quedaba en don Felipe: 50 hombres y 5 mujeres. Llevaban navegadas unas seis leguas Estrecho abajo y al llegar a los arrecifes de la punta de Santa Brígida, se perdió una de las barcas, salvándose sus ocupantes. Como no cabían todos en la otra barca, el capitán Biedma los distribuyó, dejando en tierra 30 hombres y las cinco mujeres y se volvió con el resto a la ciudad que había dejado abandonada. Estas 35 personas pasaron todo el invierno en diferentes partes de la costa, mariscando de día y recogiéndose de noche en improvisadas chozas, hasta que, a la entrada del verano, se juntaron nuevamente en la ciudad. ¡Quedaban solamente 15 hombres y 3 mujeres! Los cadáveres ya no eran enterrados, no había ánimo ni fuerzas para ello.

En un último esfuerzo, decidieron ir a la primera población y por el camino iban encontrando los cadáveres de los compañeros que en número de 200 habían partido, aproximadamente dos años antes. A unas 4 leguas más adelante de la punta de San Jerónimo (en la boca misma de la primera angostura) divisaron tres navíos y la esperanza renació en sus acongojados corazones. ¿Serían navíos de España? A la caída de la noche fondearon los navíos en lugar abrigado y los de tierra les hicieron candeladas, contestándoles los de a bordo con faroles. A la mañana siguiente salió un batel, pero no fue hacia ellos sino que siguió a lo largo de la costa. El soldado Tomé Hernández y dos compañeros, con el permiso de su capitán, caminaron como media legua hasta enfrentarlo y supieron entonces que sus ocupantes no eran españoles sino ingleses: eran de la armada del general Tomás Candish o Cavendish, un joven rubio, quien también tripulaba el batel. Se entendieron por medio de un intérprete y Tomé Hernández se embarcó mientras los otros dos fueron a avisar a los demás que vinieran a embarcarse, pues los aguardarían.

En el ínterin, el batel se dirigió a la nave capitana y como el tiempo era propicio, se hicieron a la vela sin volver a buscar a los de tierra. Y ahí, quedaron, sumidos en la mayor desesperación y a la espera del fin de su martirio, los últimos españoles supervivientes: 14 hombres y 3 mujeres… y nada más se supo de ellos. Era el 7 de enero de 1587.

El 10 de dicho mes fondeó Cavendish en San Blas y estuvieron cuatro días aprovisionándose de agua y leña, resultándoles más cómodo deshacer las casas para ello. De los cuatro fortines desenterraron las piezas de artillería y se las llevaron. La ciudad la encontraron muy bien planeada y asentada en el mejor lugar del Estrecho por la facilidad de la leña y el agua, pero también había tantos cadáveres sin enterrar e inficionados que, ante un cuadro tan macabro, Cavendish lo llamó «Port Famine». Cuatro días más tarde abandonaron el siniestro lugar.

Único sobreviviente

A la llegada de Cavendish a Quintero, Tomé Hernández aprovechó una ocasión para huir saltando a la grupa de la cabalgadura de un soldado español. De Santiago pasó a Lima y recién el 21 de marzo de 1620, o sea, 33 años después de haber dejado el Estrecho, fue llamado a declarar ante escribano y dio información de todo lo que sabía y había ocurrido en los dominios del Gobernador Pedro Sarmiento de Gamboa. Contaba a la sazón 62 años. Gracias a las salvadas providenciales, pudo este único sobreviviente dar las noticias- que quedaron para la posteridad- de la última etapa de la proyectada colonización española en estas latitudes y cuyo final fue tan trágico desenlace.

Pasaron 259 años de este primer intento hasta que se volviera a poblar y colonizar estas tierras, esta vez por criollos chilenos. Actualmente, existe un monolito en honor a esos valientes y desdichados que fallecieron de hambre en el primer intento de poblar la gélida ribera norte del estrecho de Magallanes.